La locura no es solo un fenómeno médico, sino también una construcción social. Esto significa que las definiciones de lo que se considera “loco” o “normal” varían según el contexto cultural y las normas sociales de cada época. Por ejemplo, en el siglo XIX, comportamientos que hoy consideraríamos normales, como la rebeldía o la independencia en las mujeres, eran diagnosticados como “histeria”. Este término, derivado del griego “hystera” (útero), reflejaba la creencia de que los trastornos mentales femeninos tenían su origen en el sistema reproductivo. Las mujeres que no cumplían con los roles de género establecidos eran frecuentemente etiquetadas como “histéricas” y sometidas a tratamientos crueles, como el confinamiento en manicomios o terapias de choque. Este tema lo trataremos en mayor profundidad más adelante.
La clase social también jugó un papel crucial en la definición y tratamiento de la locura. Las personas pobres, sin recursos ni apoyo familiar, eran más propensas a ser institucionalizadas. Los manicomios no solo servían como lugares de tratamiento, sino también como mecanismos de control social, destinados a mantener el orden y la moralidad pública. Además, ciertos grupos marginados, como los homosexuales o los disidentes políticos, fueron frecuentemente diagnosticados como “enfermos mentales” para justificar su exclusión y represión